jueves, 7 de junio de 2012

Vivir en un basurero

Vivir en un basurero
junio 7, 2012
Por Verónica Vega

HAVANA TIMES — Cuando era niña, recuerdo que me gustaba recorrer los
alrededores de mi edificio y buscar entre la hierba tesoros que el azar
colocaba en mi camino. Un pedazo de papel dorado, un botón de forma
peculiar, alguna pieza de un juguete…

Me fascinaba la posibilidad de hallar entre tallos y guijarros algo muy
diferente, algo creado por el hombre, que había pertenecido a alguien y
cobijaba el misterio de una historia.

También los días en que íbamos a la playa, (y por mi incompetencia
dentro del agua), prefería rastrear en la arena y junto a caracoles y
maravillas remolcadas por las olas descubrir una hebilla, una prenda barata.

¡Qué mezcla de estupor y encanto había en ese acto de encontrarla,
llevarla a casa y hasta redescubrirla, años después, en alguna gaveta!
Era un pacto con el azar, una alianza hilvanada desde el origen de estas
minucias. Era realmente magico.

Hoy puedo decir en qué momento exacto la magia se perdió, al menos para
mí, y (una vez mas) fue a fines de los 90. Había llevado a mi hijo,
entonces pequeño, a conocer Bacuranao, la primera de las playas ubicadas
al este de la Habana.

Hacía años que no la visitaba y fue casi un golpe físico ver aquella
invasión de cucuruchos de maní vacíos, papeles grasientos que
envolvieron pizzas o frituras, colillas, vasos plasticos y hasta restos
de animales sacrificados en un acto de esperanza (o miedo).

Trazos humanos que cubrían metros y metros de arena sin ningún misterio.

Ahí, en esa playa donde había descubierto también ese otro enigma que
nos arrastra a cielos y abismos, el amor de juventud, un vuelco brutal
de la historia se llevaba todo vestigio de belleza o inocencia.

Ahí, en esa misma arena donde yo había leído "El Lago," un cuento de Ray
Bradbury con el que trataba de conjurar mi eterna angustia ante el mar,
ante la muerte, ante la vida, una marea humana iba y volvía dejando a su
paso mas y mas basura.

Incluso en el agua vi flotar trozos de poliespuma, papeles, y hasta me
rozó una íntima (almohadilla sanitaria de mujer) sanguilonenta. No en
balde la generación de mi hijo, ya adolescente, bautizó con sarcasmo
esta playa "Basuranao."

La nausea que sentí ese día, debo decirlo así, no he podido arrancarla
de mí completamente.

Cuando camino por Alamar, casi a diario, por calles muchas veces sin
aceras, la hierba que roza el asfalto está cubierta de jabas de nailon,
zapatos rotos, maderas y todo tipo de rescoldos de historias cuyo origen
prefiero no saber y preferiría no mirar si no fuera porque el implacable
sol no deja más alternativa que bajar la vista.

¿Debemos aceptarlo?

No pretendo ironizar sobre la herencia que nos tocó a los pobladores de
esta ciudad diseñada para "el hombre nuevo" porque he visto que otros
barrios de la Habana están estigmatizados con el mismo abandono.

Pero sí quiero destacar qué se siente además en un proyecto urbano de
fatal arquitectura al que sólo le quedaba la naturaleza como contrapartida.

Ese sentido de la insignificancia que tanto denunció Kafka, la
existencia humana como un detalle, no ante el apabullante progreso
tecnológico, sino ante su propio desperdicio.

Transitando enormes espacios sin sombra hacia una parada donde se
esperara larga y ansiosamente por una guagua que te saque, (te rescate)
al otro lado del túnel, uno puede llegar a sentirse parte de ese paisaje
escatológico. Condenado al olvido, al estatismo, o al lento movimiento
de su descomposición como única esperanza de dialéctica.

Por mucho que haya cambiado la general percepción de la belleza desde
los antiguos griegos, es innata en el hombre la necesidad de buscar algo
que visualmente alivie, ennoblezca, redima.

Lo saben los artistas, los psicólogos y hasta los empresarios que pagan
altas sumas escogiendo a los mejores publicistas.

Los que diseñaron el citadino reparto de Miramar, por ejemplo, lo saben,
tanto como los que tienen la suerte de vivir en él.

No en balde los "buzos" (personas que viven de lo que obtienen buscando
en la basura) saben que los latones de Miramar son más fructíferos. Todo
el vasto menú que exhibe Alamar, "areas densas de pasto," como dijo un
poeta, ni siquiera a ellos les ofrece las mejores opciones.

Pero porque toda mi sensibilidad se rebela ante esta barbarie a la
higiene, a la civilidad, a la estética, siento que es necesario hacer algo.

Una amiga, colega de Havana Times, tuvo la idea de convocar a una
recogida masiva de basura, legitimando el verdadero sentido (ya
olvidado) del trabajo voluntario.

La primera dificultad con la que tropezó fue que no es posible obtener
los guantes adecuados para este propósito, y es una realidad innegable
que no todos los desperdicios pueden exponerse al contacto directo de
las manos.

Cuando se reconstruyan los rotos cimientos de la civilidad cubana, estoy
segura de que el saneamiento físico de las ciudades tendrá lugar, y con
ello el de nuestra autoestima.

No sólo se mutila la voluntad de un individuo impidiéndole expresarse o
condenándolo a un salario que, como dijo alguien sabiamente: "ni lo deja
morir ni lo deja vivir."

Pienso que lo más urgente es reaccionar ya desde nuestro instinto, el
mismo que se conmueve ante una puesta de sol o el vuelo de un pajaro y
aspirar a ese derecho mínimo, un entorno donde no nos sintamos como
basura misma: omitidos, olvidados, abandonados.

http://www.havanatimes.org/sp/?p=65450

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