lunes, 18 de junio de 2012

Dentro de la Iglesia, todo; contra la Iglesia, nada

Iglesia Católica

Dentro de la Iglesia, todo; contra la Iglesia, nada

Nuevamente enfrentamos una construcción ideológica narcisista de
aspiraciones sacras y en consecuencia inapelables

Haroldo Dilla Alfonso, Santo Domingo | 18/06/2012 10:10 am

La frase anterior, sustituyendo Iglesia por Revolución, nos ha costado
muy caro en el último medio siglo. En su nombre se extirparon
brutalmente las disidencias y se organizaron los peores procesos
estalinistas. También enarbolándola se aplastó al pensamiento crítico,
de manera creciente según el concepto mismo de revolución se iba
estrechando. Muchos "raros" terminaron en campos de trabajos forzados. Y
finalmente, desde su contrapunteo se orquestó una interpretación binaria
de buenos y malos, pros y contras, que terminó aniquilando la
creatividad política de la sociedad.

El fantasma regresa ahora en medio de una polémica entre los detractores
y los defensores del Cardenal Jaime Ortega Alamino (JOA) y del rol que
la Iglesia Católica está jugando en el proceso político cubano. Ha sido
un debate lamentable debido a las diatribas afrentosas que se han
lanzado sobre JOA, en una muestra más de la pobre educación democrática
y de las carencias de buenos modales que aún hoy prevalecen en sectores
importantes de nuestra comunidad nacional, insular y emigrada. Todo eso
es condenable. Como también es condenable pensar que la Iglesia —en
cuanto institución pública con bases sociales propias— no tiene derecho
a ser parte de este proceso de redefinición de un proyecto de sociedad
que la nación cubana necesita. Y que lo va a hacer desde sus propios
intereses y perfiles.

Pero la condena a los vituperios y las groserías no debe bloquear la
discusión argumental de un asunto tan delicado como éste, que se refiere
en última instancia a la calidad pluralista del proceso de
reconstrucción y/o reconciliación nacional. Y que define un escenario
muy complejo en que la Iglesia está asumiendo un rol destacado en el
escenario público, pero no porque lo haya ganado en un proceso de
competencias políticas y diálogos abiertos, sino por designación desde
un poder político inapelable y no sometido a escrutinios electorales. Es
decir, una designación que si bien es efectiva políticamente, padece de
severos déficits de legitimidad.

La Iglesia Católica —y el bloque ideológico conservador que se genera en
torno a ella— debe asumir sin resentimientos la paradójica situación en
que se encuentra colocada. Debe entender que su derecho a ser una
contraparte del llamado proceso de reconciliación se ha trocado, como
por arte de magia, en ser la contraparte única legalizada del Estado y
de la élite política cubana. Y que esta posición, aparentemente
privilegiada, tiene costos que también hay que asumir. Repito que no
creo que los vituperios o las anatematizaciones sean convenientes y
necesarios. Pero sí creo que los juicios críticos son ambas cosas, aún
cuando las críticas lleguen al fondo del asunto y hieran a más de un
corazón sensiblero.

Sencillamente porque esa es la política, como decía Weber, una danza con
el demonio en permanente contrapunteo con la diosa del amor. Y en tan
acalorado forcejeo siempre hay que esperar pisotones, codazos y alguna
que otra mala palabra.

Pero me temo que los partidarios del Cardenal —y de esa transición
ordenada que cada vez me parece más orden que transición— están
tratando el asunto justo como no deben hacerlo. No argumentan, sino
cargan a golpe de mandoble. No explican qué quieren, sino que en su
lugar anteponen la fe al entendimiento y comienzan a acercar los
profanos braceos políticos de la Iglesia a la misma palabra de Dios. Y
finalmente nos ofrecen una nueva disyunción binaria. Otra vez malos y
buenos, otra vez pecado y virtud y otra vez un tiro maniqueo en la sien
de la creatividad política. Nuevamente enfrentamos una construcción
ideológica narcisista de aspiraciones sacras y en consecuencia
inapelables. Obsérvese que no hablo de los rigores del encontronazo
coyuntural donde está en observación la permanencia de JOA en el
arzobispado y la continuación del juego aperturista, sino de algo más
estructural. Algo que parece ser, lamentablemente más y más de lo mismo.

Tengo ante mí un editorial de Espacio Laical (EL)
http://espaciolaical.org/contens/esp/sd_178.pdf. Lo primero que salta a
la vista de su lectura es la descalificación en bloque de los opuestos.
Espacio Laical habla de "los otros" como personas "sin proyectos claros
y universales", "cargados de odio, de prejuicios y en algunos casos de
escasísima inteligencia política", alimentados de "lecturas simplistas y
unilaterales", entre otros piropos. Pero, y esto es aún más grave, no se
trata de una simple descalificación terrena, sino teologal. Toda vez que
los opositores —odiosos, prejuiciosos y poco inteligentes— no enfrentan
a una institución sobre la tierra, sino a un proyecto sacralizado que
los redactores de EL denominan "el único camino que sacará al país de la
crisis" mediante "una metodología de la virtud y la piedad" basada en el
evangelio. Es un dilema binario, con solo dos opciones contrapuestas: de
un lado hay un camino que nos eleva a la cima, y del otro, uno que nos
hunde en la sima.

Y debo anotar que los redactores de EL tienen a su favor una buena pluma
y aplomo de seminaristas. Cuando se trata de otros artículos escritos
por partisanos menos aventajados intelectualmente, lo que se ha
producido en el marco de esta escaramuza es algo bochornoso. He leído
artículos de iniciados —y siempre los iniciados son inseguros y
convulsivos— que cargan contra proyectos y figuras intelectuales muy
valiosos con los peores argumentos del mundo. Es decir, que se colocan
al mismo nivel de los que han vituperado al cardenal Ortega, y como
ellos han paleado lodo a la Iglesia que torpemente quieren defender.

Yo creo que hay muchas razones para criticar esta movida política de la
Iglesia, sin que ello signifique ser inmovilista, extremista o plattista.

Yo admito que la gestión de la Iglesia ha dado algunos resultados
positivos. Aplaudo que haya contribuido a liberar a decenas de
prisioneros políticos. Es cierto que la liberación se convirtió
mayoritariamente en un destierro inducido, pero eso no es culpa del
cardenal, sino otra veleidad del Gobierno. En todo caso el cardenal es
culpable de ni siquiera pestañear. Y creo positivo que las Damas de
Blanco hayan ganado algunos breves espacios, y que desde la propia
Iglesia se hayan generado algunos parcos y acotados escenarios de
discusión de la realidad nacional. Pero al mismo tiempo, aunque
reconozco que negociar con el Gobierno cubano es como querer capturar
una serpiente de cascabel con una venda en los ojos y a mano limpia,
creo que ni lo que se ha conseguido —ni lo que se podrá conseguir con la
actual metodología de la virtud— constituyen pasos sustanciales en la
democratización del país.

Lo conseguido es muy poco y ha sido a expensas de concesiones mayores
por parte de la Iglesia, por lo que se puede afirmar que más que un
compromiso por la democracia lo que se ha obtenido es un pacto por la
gobernabilidad que facilitará a la élite política cubana mayores
márgenes de maniobras para administrar el proceso de apertura
pro-mercado en su beneficio. Y la Iglesia —a menos que todo esto termine
en un cataclismo político— a lo sumo podrá ganar mayor presencia en la
vida pública cubana, algunas ventajas pastorales y la conformación en
torno a ella de un bloque ideológico conservador fuera de los templos.

Lo que no es mucho. Y es así porque la Iglesia no entendió que el
Gobierno cubano la necesita más a ella que la Iglesia al Estado, y por
eso se apresuró a aceptar un compromiso que hubiese requerido cierto
arte de la espera. Como también podría suceder con los emigrados si se
apresuran a pactar al primer guiño de La Habana.

Hay otra razón por la que he sido crítico a este arreglo unilateral de
aposentos. La Iglesia Católica tiene en todas partes, y también en Cuba,
un meritorio récord en términos asistenciales y caritativos. En su seno
hay grupos que han echado suerte con los pobres y vulnerables en todo el
globo, y lo han hecho de una manera admirable. Pero al mismo tiempo la
jerarquía eclesiástica es parte directa indirecta, de una crisis moral
muy profunda —fraudes económicos, pedofilia— a la que no ha sido capaz
de dar una respuesta convincente. Es una Iglesia que posee enfoques
francamente medievales en temas tan sensibles como el matrimonio, el
derecho de las mujeres al control de sus cuerpos y las relaciones
homosexuales. Es una institución que se organiza internamente sobre
principios autoritarios, machistas y "contra-natura", ejemplo de lo cual
son las posiciones subordinadas de las mujeres y el celibato. Y si todo
esto es así, ¿en que se basa la idea de que la "universalidad" está de
parte de la jerarquía eclesiástica, y de que sus críticos estamos
alimentados de lecturas simplistas y unilaterales?.

La Iglesia Católica quiere hacer política. Y la política, desde los
tiempos modernos, no es un asunto de catecismos. Dejemos los santos
fuera y hablemos claro: la Iglesia Católica, como actor político, tiene
derecho a tanteos y errores, y también está expuesta a la crítica. El
cardenal Ortega ha hecho uso de ese derecho y creo que se ha equivocado
en asuntos delicados como cuando llamó a la policía a desalojar una
iglesia, cuando permitió que su portavoz escribiera en Granma una nota
que, por decirlo de alguna manera, a todos pareció excesivamente
enérgica y cuando descalificó a los ocupantes con los mismos argumentos
—ni coma más o menos— que la que usan los servicios cubanos de
seguridad. Tiene derecho a equivocarse y nadie tiene derecho a pedir su
crucifixión y a ofenderlo. Pero inevitablemente eso le expone a la crítica.

Si los variados integrantes del bloque de la "transición ordenada"
quieren digerir al cardenal con sus errores y todo, tienen pleno
derecho. Pero no tienen derecho a considerar "odiosos, prejuiciosos y
poco inteligentes" a quienes aspiran a mejores digestiones. Creo que el
cardenal hubiera crecido mucho si hubiera reconocido su error, y hubiera
dado a todos los políticos cubanos —del presente y del futuro— una
muestra de humildad gratificante.

Y sus aliados de la Isla y de la emigración se hubieran hecho un favor a
sí mismos si hubieran adoptado una posición menos dogmática y más
reflexiva. Diría que más constructiva, menos maniquea, menos binaria. En
resumen, menos atrasada.

Que al final, no lo olvidemos, estamos en el siglo XXI, y requerimos una
sociedad política a ese mismo nivel.

http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/dentro-de-la-iglesia-todo-contra-la-iglesia-nada-277758

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